Cada año vivo mis propias olimpiadas. Meses de intenso trabajo para llegar a la meta: vacaciones.
El frenético ritmo marcado y la autoexigencia impuesta me lo ponen cada vez más difícil, aún siendo consciente de que el objetivo será alcanzado y la liberación llegará tras el triunfo.
En breve quiero recargar mi batería. Soy como ese smartphone que me acompaña en mi día a día. El piloto rojo me avisa de que estoy bajo mínimos y necesita conectarse para seguir adelante. Pero esta vez será diferente. Por unos días intentaré apagarme digitalmente. Ante una llamada solo se podrá oír “el teléfono al que llama está apagado o fuera de cobertura”. Me volveré analógica, aún a sabiendas de que en algún momento Internet llamara a mi puerta para recordarme la práctica imposibilidad de aparcar la digitalización de mi existencia.
Necesito que la banda sonora de estos días no venga de Youtube o Spotify, sino del sonido del viento y el rumor del mar. Que la carga de mi batería llegue con los rayos del sol, la compañía de “Morfeo” y una gran comida en compañía de aquellos a quienes quiero. Y que el premio al mejor guion solo sea el reflejo de hacia donde el corazón me lleve y no de una serie de Netflix. La inteligencia emocional primará sobre la artificial y las redes sociales se convertirán en contactos personales, directos y más que necesarios.
El paso de las semanas me devolverá al redil. Volveré buscar mi smartphone. Me pondré en modo “on” y todo volverá a ser como antes. O no… quién sabe…
Felices vacaciones.