“Mirad, en la vida no hay soluciones, sino fuerzas en marcha. Es preciso crearlas, y las soluciones vienen.” Esta frase del creador de El Principito bien podría aplicarse a algunas de las soluciones que necesita el país y que la inestable situación parlamentaria, y la falta de voluntad política, están demorando inexorablemente.
Otras, por el contrario, están “creadas y en marcha”, y sin embargo las soluciones no vienen por lo voluble del entramado institucional. Existen ejemplos para todos los gustos: la reforma del sistema de financiación autonómica, de las deficiencias del mercado de trabajo dual, la vital implantación del bilingüismo en la educación de nuestros hijos, la reforma del sistema público de pensiones, el reto demográfico y un largo etcétera.
Asistimos continuamente en la arena política a alusiones sobre la importancia de regular, y regular bien, los nuevos modelos de innovación en movilidad sostenible, e-commerce, fintechs, la gig economy, el big data, o las redes 5G. Sobre esto no existen dudas. Sin embargo, muchas de estas regulaciones se producen de forma precipitada y como reacción a la implantación de modelos de negocio disruptivos que no estaban en el imaginario de los decisores públicos.
Por otra parte, observamos con frecuencia cómo estos nuevos actores han infravalorado la necesidad de contar con un marco regulatorio estable, previsible y favorable a su negocio. Todavía hoy alguno podría albergar dudas sobre si esta falta de entendimiento entre instituciones, por un lado, y sociedad civil y tejido empresarial, por otro, tiene consecuencias verdaderamente negativas para la economía y la ciudadanía, como el conflicto de las VTCs.
La importancia de la actividad de lobby para lograr acuerdos
La actividad de lobby podría ser punta de lanza en lograr acuerdos, ayudando a los decisores políticos a prever, y afrontar, los retos regulatorios que están por venir. España debe estar a la altura del reto que tiene ante sí, principalmente porque de las soluciones que se aporten dependerá, en gran medida, la prosperidad de nuestro país en las próximas décadas.
Hace algunas semanas se pronunciaron distintas personalidades, como el candidato a la Presidencia del Gobierno, que en su discurso de investidura hizo referencia, entre otros, a una Carta de Derechos Digitales, a un Plan de Transformación Digital y a una Estrategia Nacional de Inteligencia Artificial; o los ex presidentes González y Aznar, que coincidieron en la urgencia de regular la actividad digital y sus posibles efectos adversos. Asimismo, multitud de foros expresan su inquietud acerca de una regulación disfuncional, se publican Libros Blancos y la sociedad civil pide paso para ser escuchada. Para muestra, el Departamento de Justicia de Estados Unidos ha iniciado también un examen a las plataformas digitales para determinar si sus prácticas de negocio dañan la competencia, la innovación y al consumidor a través de la acumulación de poder y la concentración en pocos actores.
Por todo ello, no podemos permitirnos el lujo de no hacer de la innovación tecnológica uno de los ejes sobre los que articular las políticas públicas en la legislatura que viene. Porque la verdadera trasformación digital supondrá, más si cabe, un cambio de paradigma en la actividad de las pymes, en la educación en los colegios, en la desburocratización de las Administraciones y, de forma decisiva, en la salud en los hospitales. Traerá consigo, además, un elenco completamente nuevo de derechos digitales de la ciudadanía, de una importancia radical. La capacidad de disfrutar de nuevas libertades y el riesgo de ver limitadas las que ya gozamos son asuntos demasiado serios como para obviar el elefante en la habitación.
Pero ser importante no es suficiente para que se lleve a cabo, ni mucho menos. Ser importante es necesario, sin duda, pero este paso adelante no se terminará de dar si no se está. Y no se estará si no se actúa de forma coordinada, estratégica, transparente y decidida para lograr que todas estas cuestiones, que multitud de voces consideran fundamentales, formen parte de la agenda pública a corto y medio plazo. Si no se ejerce, en definitiva, una actividad de lobby profesional, ética y rigurosa.
Una actividad cuyo potencial transformador no ha pasado desapercibido en centros de tomas de decisiones como Washington o Bruselas, donde los recursos destinados a esta actividad incrementan de forma exponencial y su legitimidad y utilidad están fuera de todo cuestionamiento. Google, por ejemplo, dedicó en 2018 alrededor cinco millones de euros a representación de intereses ante la Unión Europea, si bien la cifra es sensiblemente menor que los cerca de veinte que destinó en Washington. Porque para las empresas tecnológicas es hoy más necesario que nunca dejar de hablar únicamente del largo plazo. Y ese acortamiento de tiempos no se producirá sin ese lobby al que me refería, que permita a los diferentes actores sumar su experiencia y visión de futuro a la receta regulatoria que elabore, bien el Gobierno, bien el Parlamento. De esa normativa dependerá en gran medida no solo su futuro como compañía, sino el progreso digital de la ciudadanía y el futuro de España como país a la cabeza de la transformación digital. Y para ello resulta imprescindible dotar a los decisores políticos de las herramientas necesarias para legislar en favor de todos, de primera mano y con la apertura de miras que requieren los desafíos de nuestro tiempo. Ser y estar.
Carmen Mateo, presidenta de Cariotipo MH5